Por: Lic. Javier Mojarro Rosas
Director Jurídico del Instituto Estatal Electoral de Aguascalientes
Votar y ser votado o votada, son derechos humanos reconocidos por nuestra Constitución Política; sí, aunque parezcan menos importantes que otros -como la libertad, la propiedad y por supuesto la vida- son igualmente prioritarios, ya que, a través de esos derechos políticos se garantiza que una comunidad pueda vivir de manera armónica, de acuerdo a sus reglas, gobernada por personas elegidas por el propio pueblo justamente con la consigna de aplicar solamente esas normas preestablecidas, lo que se conoce como el pacto social. Viéndolo desde otro punto de vista, sin la garantía de que toda la ciudadanía pueda participar en la elección de sus gobernantes, y al mismo tiempo -siempre que se cumplan los requisitos necesarios- pueda también postularse para representar los intereses de la sociedad y ejecutar sus reglas de convivencia, nos encontraríamos sujetos al arbitrio y dictadura de unos cuantos o frente al caos social provocado por la ingobernabilidad, lo que pondría en riesgo el ejercicio de los demás derechos humanos que consideramos vitales; en otras palabras, los derechos político-electorales son importantes porque constituyen un mecanismo para proteger y asegurar el disfrute de las demás prerrogativas ciudadanas.
Entonces, si el voto -tanto activo como pasivo- es tan necesario y considerado un derecho humano de la ciudadanía, ¿por qué existe en la legislación electoral la posibilidad de anularlo mediante un recurso legal? ¿Acaso no deberían las autoridades electorales a toda costa proteger la votación emitida, ya sea en una casilla o en toda la elección? Justamente nos encontramos en la etapa del proceso electoral, en la que, previo a su culminación, los tribunales electorales deberán resolver cada uno de los medios de impugnación interpuestos por los distintos actores políticos en contra de la votación emitida y computada relativa a la elección de los cargos que habrán de renovarse este año en nuestra entidad, y lo harán, precisamente, tomando en cuenta el valor intrínseco que guarda el ejercicio ciudadano de esos derechos cívicos; sin embargo, es importante aclarar que, en nuestro marco normativo ningún derecho es absoluto, por ello, el ejercicio de los derechos políticos-electorales se encuentra condicionado al cumplimiento de los requisitos que establece la propia Constitución, así como a la existencia de un marco en el que se conjuguen ciertos elementos que avalen un verdadero ejercicio democrático y que se traducen en el respeto de los principios rectores del sistema electoral, como lo son, la objetividad, legalidad, imparcialidad, independencia, certeza, entre otros, por ende, las autoridades electorales debemos vigilar que lo anterior se cumpla, ya que de lo contrario, estaríamos frente a una simulación, en la cual aparentemente se ejercerían los derechos políticos ciudadanos, pero en un escenario donde las condiciones para ello no estarían completamente cimentadas en términos de igualdad, libertad y equidad, ocasionando que la transición del poder se suscite mediante mecanismos antidemocráticos.
Lo anterior genera una disyuntiva para las autoridades jurisdiccionales en materia electoral, entre su deber, por un lado, de proteger el voto emitido y la voluntad popular, y su obligación también de vigilar que el ejercicio democrático sea tal, es decir, que en las elecciones se hayan respetado en todo momento, por cada parte involucrada, los principios constitucionales que rigen nuestro sistema electoral, privilegiando que el voto sea emitido por cada persona en completa libertad, de lo contrario, el sistema de nulidades entraría en función como un mecanismo de defensa, poniendo en marcha su finalidad: invalidar la votación de una elección que no pueda ser calificada como democrática, lo cual, esperemos, no exista nunca una razón para volver a presentarse en el estado.
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