Lic. Juan Pedro Chuet Missé
La situación política de Cataluña se puede gra car en dos imágenes: dos gatos combatiendo y una partida de ajedrez. ¿Qué tienen que ver?
Cuando dos gatos pelean pasan gran parte del tiempo en posición estática, tanteando al rival con un pequeño movimiento de la garra, sin atreverse a dar un zarpazo que le puede jugar en contra. Actualmente España, o mejor dicho el gobierno de Mariano Rajoy, es como un gato más grande y fuerte. Enfrente se encuentra Cataluña (o en todo caso, las fuerzas que quieren que esta comunidad autónoma sea un país independiente), que sería un gato más pequeño, aunque ágil e inteligente.
¿Quién puede ganar? Se supone que el que es más fuerte, pero también porque es el que está en una mejor posición de ataque. Porque actualmente el independentismo catalán está acorralado en un rincón sin muchas opciones de escapar sin consecuencias.
Cataluña se acerca peligrosamente a la parálisis política, y está a un paso de entrar en un bucle donde no puede formar gobierno, una situación similar a la que atravesó Bélgica durante un año y medio.
¿Qué está pasando? Las fuerzas independentistas convocaron, de manera unilateral, un referéndum que no fue autorizado por la justicia española. Semanas después se declaró la independencia de Cataluña, aunque ni los mismos que la proclamaron estaban convencidos de su veracidad: sabían que sin apoyos internacionales (y ninguno fuera de Cataluña) era un mero acto simbólico.
La respuesta del Gobierno nacional, que había con scado las urnas que pudo a golpe de policías disfrazados de Robocop, fue aplicar un artículo de la Constitución que descabezaba al gobierno catalán. Mientras que el vicepresidente y varios consejeros (ministros) fueron y siguen en la cárcel, el presidente Carles Puigdemont huyó a Bruselas, donde todavía sigue dando conferencias vía Skype.
Hubo nuevas elecciones y las ganó Ciudadanos, un partido de centro derecha y anti independentista; pero en Cataluña (como en España) no gana el partido más votado sino el que saca más diputados. Y Cataluña los partidos independentistas lograron 70 legisladores, dos más de los necesarios para formar gobierno.
El candidato para ocupar el sillón de Cataluña es el mismo presidente que huyó antes de la ola de detenciones de los cargos políticos.
Y aquí se llega a la partida de ajedrez, pero no porque haya una estrategia inteligente de cada jugador, sino porque el juego vuelve a tablas una y otra vez.
Puigdemont quiere ser ungido presidente pero no se anima a poner un pie en territorio español por miedo de ir a la cárcel, el presidente de Parlamento pide a la justicia que de garantías para poder realizar el proceso de investidura y aplaza el proceso sine die, el gobierno de Rajoy decide no mover ninguna pieza y espera que las fuerzas independentistas se cansen de no poder avanzar más casilleros.
Legalmente quedan pocas opciones más allá de la convocatoria a elecciones una vez más, pero los comicios del 21 de diciembre pasado demostraron la fuerte bipolaridad que existe en la sociedad catalana: el 52,5% no quiere ser independiente y el 47,5% sí, un porcentaje casi idéntico al de las elecciones de dos años atrás. Si hubiera elecciones una vez más, el resultado sería más o menos similar, porque si bien en las bases independentistas se percibe un agotamiento de la situación, no por ello quieren abandonar sus ideales. Quizá la opción sea que se elija a otro candidato que no sea el actual expresidente Puigdemont, pero tarde o temprano otro político volverá a la intención de declarar la independencia, y como el juego de la oca, se regresaría al punto de partida.
El sentimiento independentista no es nuevo, pero nunca antes gozó de tanta popularidad. Hasta hace cinco años atrás no contaba con más del 20% del apoyo de los catalanes, una tierra donde una de cada dos personas es hija de inmigrantes, sobre todo de otras regiones de España como Andalucía, Murcia o Extremadura. Sí hubo siempre un apoyo tradicional y muy amplio a tener más autonomía, independencia financiera y promoción de la lengua catalana. Pero esas condiciones no significan que la mayoría deseara irse de España.
Pero el partido de centro derecha que gobernaba hacia el 2012, Convergència i Unió, atizó el nacionalismo como una huida para adelante para esquivar las consecuencias de los recortes que quitaban prestaciones de salud, educación y obras públicas. “España nos roba” fue el lema que agitaron, y vociferaron que Cataluña, la región más rica y productiva de España, estaba cansada de mantener a otras regiones menos favorecidas.
Artur Mas, aquel presidente, se alejó de los tradicionales valores conservadores de su partido y abrazó los postulados independentistas de Esquerra Republicana de Cataluña, que formaron una alianza de gobierno a la que se sumó la formación anticapitalista CUP, que está decidida a llevar la independencia a sus últimas consecuencias.
Mas al nal fue desplazado en enero de 2016 por los independentistas que amenazaban con dinamitar la formación de gobierno y Puigdemont, que había sido un discreto alcalde de Girona –la rica ciudad más importante del norte catalán-, se convirtió en la nueva gura de los soberanistas.
En medio de esos dos años se abrió una grieta no sólo política sino también social, con un choque de carneros entre los que están a favor y en contra de la independencia. Familias donde se cenaba con cara de perro, amigos que preferían dejar de verse y grupos de WhatsApp que se convertían en un caldero de insultos son algunas de las consecuencias inmediatas.
En el plano económico, más de 3.000 empresas se han ido de Cataluña los últimos tres meses ante la posibilidad, todavía improbable, de que la independencia sea realidad. Y nadie se anima a vaticinar cuántos miles de millones de euros se habrán perdido con inversiones que no llegarán en el corto plazo.
Como en una pelea de dos gatos fuertes, uno saldrá derrotado, pero no significa que el otro sea declarado vencedor.