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VIOLENCIA DE GÉNERO, CORRESPONSABILIDAD LATENTE

Por: Lic. Elena Anaya Villalpando

Abogada en Derecho por la Universidad Autónoma de Aguascalientes, maestra en políticas públicas y género por FLACSO, e integrante de la Asociación Civil “Cultivando Género” 

En la vida hay momentos que se constituyen en puntos de inflexión, de viraje hacia una nueva manera de ver y entender el mundo. Para mí, uno de los más importantes fue conocer hace unos años a quienes llamaré “María” y “Ana”. María buscaba incansablemente justicia, ya que su nieta Ana (de entonces 2 años) había sido agredida sexualmente por un hombre joven, dejando importantes secuelas físicas y emocionales en la menor, así como una herida abierta en su familia y entorno.

Ver de cerca como la violencia machista se impuso con toda su fuerza en un cuerpo indefenso y vulnerable, me hizo comenzar a replantear muchas cosas sobre la sociedad, sus desigualdades, mi propia historia, mis privilegios, mi responsabilidad frente a estas situaciones, e incluso sobre mi ejercicio profesional.

Desgraciadamente casos como el de esta agresión, y como la de las muchas otras violencias contra las mujeres, incluidos los feminicidios, siguen ocupando un lugar todos los días en los medios de comunicación, pareciendo que, por su recurrencia, se vuelven algo normal, inmunizando además a gran parte de la población contra el enojo y la indignación.

Hoy como nunca, el fenómeno y problema público que constituye la violencia que por razón de género viven miles de niñas, adolescentes y mujeres en el país, ha tomado notoriedad en el debate social. Las marchas y manifestaciones que han tenido lugar en los últimos días, no hacen más que evidenciar que ser mujer en México, es vivir con el miedo a cuestas, y peor aún si se está empobrecida o se es niña, indígena, adulta mayor, o se experimenta una discapacidad, entre otras condiciones que colocan en un mayor riesgo de convertirse en víctima.

La efervescencia social impulsada por grupos y colectivos feministas y de derechos humanos, pone también el dedo en una dolorosa llaga, la de la incapacidad del Estado para asegurar la vida, integridad y libertad de las mujeres. Ese Estado que conforme a su Constitución tiene la obligación de respetar, proteger, garantizar y promover los derechos humanos de todas las personas, se vuelve, en innumerables ocasiones, a través de sus instituciones, prácticas y leyes, en el principal obstáculo para acceder a la justicia y lograr una reparación integral.

Sin embargo, no solo eso, es él quien, mediante sus agentes, se erige como transgresor patriarcal de los cuerpos y las existencias, basta recordar los casos de Inés Fernández Ortega, Valentina Rosendo Cantú, las mujeres víctimas de tortura sexual en Atenco, y en fechas recientes, los casos de jóvenes agredidas por policías.

Es verdad que este país tiene una grave y general enfermedad, la del clima generalizado de inseguridad y violencia, pero también lo es que su impacto es diferenciado, y que en este sentido la corporalidad de las mujeres se vuelve un inmenso campo de guerra.

Son muchos los desafíos de cara a contar con políticas públicas que atiendan integralmente el fenómeno de la violencia; resulta urgente y necesario que se planteen estrategias eficaces y desde un enfoque de género y derechos humanos para prevenirla, atender a las víctimas, permitirles el acceso a la justicia, sancionar a los responsables y garantizar que tales situaciones no vuelvan a ocurrir, todo lo anterior considerando que se trata de un asunto de poder, producto de relaciones sociales basadas en la desigualdad y minusvaloración histórica de lo femenino.

La indignación mostrada a través de la protesta social es justificada y nos debe llevar a replantearnos nuestro papel en la comunidad, pasando de ser testigos y en otros peores casos, juzgadores, a ser parte activa en la construcción de una nueva cultura de igualdad y paz. 

No obstante, la exigencia hacia las autoridades debe ser permanente y comprometida, ya que son ellas quienes tienen la responsabilidad principal de garantizar que toda persona goce del derecho a una vida libre de violencia, presupuesto indispensable para hablar de un ejercicio efectivo e integral de los derechos humanos. 

Sobre los discursos de odio expresados hacia las y los que luchan en contra de la desigualdad y la violencia, especialmente hacia las mujeres, hay que decir que son una muestra clara de privilegios, ignorancia, machismo y ausencia total de empatía (porque parece que finalmente es el motivo y no la forma de la manifestación lo que provoca inconformidad); pero, en lo personal, decido quedarme con la esperanza de escuchar cada vez a más personas conscientes de que el amor hacia la humanidad requiere actuar, trabajar y, en ocasiones, expresarse fuertemente en contra de la desigualdad y la injusticia.  

Es claro que este momento social lo que menos pide es el infundado y cínico señalamiento a la legítima rabia de las mujeres, sino que por el contrario, exige su entendimiento. Sí, se requiere comprender y ser sensibles ante la dimensión del problema, pero sobre todo, se necesita reflexión personal y común, porque al final de cuentas, es indispensable asumir la corresponsabilidad sobre lo que sucede, así como aceptar que, será el tiempo, el único que juzgue el lado de la historia en el que hoy decidimos estar.  

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